Por: Diana Moreno
Politóloga de la Pontificia Universidad Javeriana
Pensar en Venezuela hace unos años era sinónimo de buena vida y esperanza. Muchos connacionales viajaron para tener mejores oportunidades o por causa de la violencia política a la que Colombia se enfrentaba, mezclada con los sanguinarios tiempos del narcotráfico, tiempo en el que Venezuela comenzaba su boom petrolero. Ahora, hemos cambiado nuestro referente, pensamos en los miles de migrantes venezolanos que vemos en televisión tratando de cruzar una frontera, o en cada historia que nos vienen a contar en el transporte público y en algunos establecimientos comerciales. Lo cierto es que su presencia no es fácil de ignorar y nos han dado dos puntos de vista: La xenofóbica, el porque nos asustamos de perder nuestro empleo; y la humanitaria que se ha preocupado por escuchar las múltiples historias, entender la situación y organizar alternativas para coexistir sin afectar la población receptora. Por supuesto, a riesgo de ser criticada, me referiré a la humanitaria.
La hiperinflación actual ha afectado seriamente el poder adquisitivo alimentario del salario mínimo oficial para un mes, es decir, un salario mínimo promedio al cambio no oficial (6 dólares por mes) no alcanza para sobrevivir, así que el empleado debe tomar más de dos empleos para poder alimentar a su familia. A esta situación, súmele la escasez de alimentos en el país junto con el acaparamiento de alimentos básicos a precio accesible. Según el sistema de monitoreo de la nutrición de Caritas, el 85% de las familias estas recurriendo a fuentes inusuales de acceso al alimento y degradantes como la mendicidad y los contenedores de basura. Las familias, entonces, recurren a la venta de sus activos para poder comprar alimentos o en ciertos casos migrar. No hay medicamentos, el 81% de los hospitales reporta escasez de material quirúrgico y no tener un servicio de agua potable regular. Y así puedo seguir enumerando más datos que al lector lo pueden dejar sorprendido y tal vez conmovido.
“…le pido querido lector que no sienta lástima sino empatía.”
Ahora quiero plantearle un panorama de la vida de un venezolano en Colombia. Para regularizarse en territorio colombiano es obligatorio tener pasaporte, bien sea porque desee acceder a una visa o porque haya ingresado a territorio colombiano antes del 8 de febrero y acceda al permiso especial de permanencia (PEP). Para sacar un pasaporte, cada ciudadano venezolano debe esperar en promedio un año, adicional debe pagar cerca de 2 millones de pesos y tener “contactos”. Con suerte, podrá ingresar al territorio de manera regular, de otra manera pasará por trocha, arriesgándose a ser cooptado por bandas criminales y trata de personas. Apostillar y hacer validar los títulos universitarios no es tarea fácil, comenzando porque el Estado venezolano no está agilizando ciertos trámites, y Odiseo hubiera podido llegar más fácil a Ítaca. ¿Qué queda si no hay pasaporte, dinero, estudios? Sobrevivir.
Y es aquí donde le pido querido lector que no sienta lastima sino empatía. Usted como jefe de hogar, como madre, esposa o hijo, estoy segura haría todo lo posible para salir si percibe que sus condiciones de vida se tornan precarias; si, aparte, no está de acuerdo con el gobierno de turno y ve cómo no puede acceder a ninguno de los bienes y servicios del Estado. Lo invito a que escuche sus historias, revise los últimos datos producto del registro administrativo a migrantes venezolanos y reconozca que la situación amerita medidas económicas y políticas, que, si bien pueden afectar a un país, es necesario que existan como ruta de atención a esta nueva población que llega.